La mañana ha sido larga y aun no ha terminado. La cabeza se empieza a embotar un poco, mezcla de cansancio y la anoxia propia de una consulta pequeña e hiperfrecuentada. Miro el siguiente informe clínico y receta sobre la mesa y me doy cuenta que es un inicio de tratamiento, quizás el tercero de hoy. Después de comprobar los datos en unos minutos le digo a la enfermera que haga pasar al paciente. Los inicios de tratamiento suelen ser un ritual, presentación, preguntas sobre que sabe acerca de la medicación, información terapéutica y administrativa de la consulta, medicación concomitante y refuerzo de puntos clave en cada caso.
A través del biombo que separa mi despacho de la parte de dispensación aparece el paciente, acompañado de su pareja. Se les adivina algo nerviosos y tras la presentación, con la torpeza típica de la ansiedad, hacen chocar varias veces sus sillas antes de sentarse. Lo que más me llama la atención, como casi siempre, es la mirada asustada del paciente. Los diagnósticos son duros, los inicios de tratamiento aun mas, son la confirmación de que realmente las cosas no van bien por ahora.
Los siguientes minutos pasan acorde a lo esperado, preguntas y mas preguntas, respuestas y mas respuestas. La tensión va desapareciendo y cuando me quiero dar cuenta se están acumulando mas pacientes fuera. Los diez o quince minutos que dedicas a los inicios de tratamiento congestionan la siempre colapsada agenda. En la despedida intuyo que todo ha ido bien. No por el medicamento, ni por la información, ni a veces por los errores evitados. Simplemente por la mirada del paciente, esa mirada asustada que va virando a sosiego y esperanza.
El principio de una lucha sin tregua contra la enfermedad. Así lo siento.
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